
El hombre, creado por Dios a su imagen y semejanza, fue creado libre, absolutamente libre, con capacidad de elección, y por eso con posibilidad de escoger el bien o el mal. Eso, que de una forma determinante ocurrió en Adán y Eva, sigue ocurriendo cada día en cada disyuntiva que se le presenta a cada hombre. Y Dios ha aceptado el riesgo, ha asumido nuestros fallos, hasta el punto de “permitir” el mal sobre el bien, dando primacía a la libertad concedida al hombre. Esto tiene que hacernos pensar. A veces osamos criticar a Dios que permite el mal, pero ¿se imaginan un mundo en el que no pudiéramos elegir?; creo que no valoramos suficientemente esa gracia concedida desde el principio de los tiempos. Nuestra libertad está por encima de las consecuencias de nuestras acciones, si se puede hablar en estos términos. Somos capaces del mal, pero esa misma libertad nos permite hacer también el bien, sin límites en la ejecución. Y por otra parte, no podemos evitarlo, somos seres finitos, la naturaleza tiene un fin. Todo lo creado es caduco, y eso, por sí sólo explica muchas de las cosas que hoy se consideran males. Piensen por ejemplo en las enfermedades, muchas de ellas tienen que ver con la degeneración de los órganos o el desgaste de los tejidos, y es evidente que producen dolor y sufrimiento, pero son la consecuencia lógica de nuestro ser finitos. ¿Significa esto entonces que tenemos que quedarnos de brazos cruzados esperando “fatalmente” el final de las cosas y asumiendo el mal como elemento irremediable?.¡Claro que no!. La maravilla del hombre es que ha sido dotado de inteligencia y de otras muchas capacidades que le permiten, poniéndolas al servicio del bien con una recta conciencia, desarrollar nuevas formas de vencer enfermedades, de controlar catástrofes, de evitar el dolor.....
Piensen ahora esto en términos del amor humano, y en relación a lo que comentábamos la semana pasada sobre libertad y confianza en las relaciones personales. El amor, en cuanto que es un acto libre, implica casi necesariamente una parte de sufrimiento, precisamente por esa libertad. En el amor, en cada acto y pensamiento, en cada una de nuestras palabras y expresiones, podemos elegir el bien o el mal, y a veces –por debilidad o por malicia- elegimos el mal, y eso hace sufrir al otro. Pero también nuestra elección puede implicar un bien mayor, y producir dolor, porque no siempre se entiende esta capacidad absoluta de elegir, y es entonces cuando se dan muchos de los problemas. El amor busca la eternidad para superar esa finitud del hombre, para evitar el sufrimiento que se produce en la separación, que es lo que ocurre, por ejemplo, en la muerte. Por eso el amor humano, pleno, radical, supone un sí definitivo y eterno, que tiende a la vida eterna como forma de unión perfecta con el Dios Creador, Amor Absoluto.
El sufrimiento siempre será un misterio, difícil de abarcar en su totalidad, pero no debemos evitar aproximarnos a él, aunque sea con unas torpes palabras.
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