lunes, 23 de marzo de 2009

AMAR LA SABIDURIA

Me he enterado de que ha fallecido un viejo profesor de la facultad. De repente muchos recuerdos y la nostalgia de mi etapa universitaria. Así que, si me lo permiten, hoy voy a compartir con ustedes alguno de mis pensamientos ¿por qué no?. Supongo que en un programa dedicado al amor humano visto con ojos de mujer, es más que factible hablar del amor a la sabiduría, con ojos de una estudiante, con el recuerdo de la mirada de un sabio profesor.
Recuerdo a Don Luis María Gonzalo como un hombre mayor. Ya era mayor cuando yo estudiaba. Tenía ese andar tranquilo y seguro de quien ha recorrido muchos kilómetros por el camino de la vida. Aspecto asténico que otros llamarían delgadez, y una ligera cifosis dorsal que le otorgaba ese caminar tan característico. Recuerdo especialmente su sonrisa y su mirada cálida; y recuerdo –con sorprendente nitidez- sus manos que se movían armoniosamente mientras explicaba las distintas partes del cerebro humano. Parece que le veo ahora, en la sala de anatomía de la universidad, rodeado de pipiolos estudiantes de primero de medicina ansiosos por descubrir los misterios del cuerpo humano. Siempre con voz tranquila, casi susurrante, sin alterarse, cogía con sus largos dedos las distintas piezas e iba señalando el cuerpo calloso, el núcleo rojo o el tálamo. Todos le escuchábamos con atención y con un silencio extraño porque sus explicaciones sin duda lo merecían. Era un gran maestro: catedrático de anatomía, aunque no alardeaba de ello; nunca le oí hablar de sus publicaciones ni de sus últimas investigaciones, siempre el trabajo en equipo. Tuve la suerte de colaborar con él más de cerca durante algunos meses de verano y pude comprobarlo in situ. Era todo esto y mucho más.
Y les habla alguien que se considera bastante crítica con sus profesores, pero don Luis Maria era diferente. Era un gran hombre capaz de transmitir el amor a la sabiduría, al hombre, a la medicina. Amor a la sabiduría que es amor al conocimiento y a la verdad. No recuerdo apuntes perfectos de sus clases, pero sé que lo que transmitía era mucho más importante y que de hecho es lo que hoy perdura: el afán por saber, por buscar las fuentes del conocimiento, por preguntarse el porqué de las cosas sin darlas por supuesto, el querer saber siempre más, si eso puede mejorar en algo nuestra pequeña parcela en el mundo. Todo esto con trabajo y esfuerzo, pero sin grandes alardes, mejor en lo escondido, como ha hecho hasta sus últimos días. En sus clases se hablaba de lo fundamental, pero tenía la picardía de despertar en nosotros la inquietud que nos hacía ir después a los libros y descubrir cuantos conocimientos nuevos albergaba esa parte del saber. Y todo esto, con la humildad del hombre sabio platónico, que sabe transmitir su conocimiento a los ignorantes, para que puedan al menos atisbarlo. Sabía mostrar cercanía con la distancia necesaria y adecuada de un maestro. No resulta difícil imaginárselo como a Aristóteles paseando con sus pupilos por la gran cuidad de Atenas. Y ese amor a la sabiduría impregnado de un inmenso amor al hombre y amor a la medicina, adentrándose en la maravilla de la creación desde la embriología humana y en los misterios del cerebro y de los sueños, con la humildad de quien se sabe limitado y superado por un Ser Creador. Un ejemplo en estos días en los que el conocimiento se utiliza de forma perversa para manipular al hombre y erigirse en creador de nuevos seres.
Recuerdo con mucho cariño sus clases en la sala de anatomía y sus magistrales explicaciones y recuerdo con más cariño todavía la delicadeza con la que se preocupó por mí en momentos delicados para mi familia.
No cabe duda de que hay muchas formas de amar, y creo que hoy he descubierto otra en la persona de un gran maestro. El amor al conocimiento y a la sabiduría como forma de vivir el amor al hombre, concretándose de algún modo también en los alumnos que tuvimos la suerte de conocerle, y todo esto, estoy segura, centrado y fortalecido por el Amor de Dios. Descanse en paz.