jueves, 19 de noviembre de 2009

¿COMPAÑERO?

Escuchaba ayer en un programa matinal de radio una afirmación que me chirrió mientras la oía. Hablaba una mujer de mediana edad sobre el mundo afectivo de los ancianos, refiriéndose especialmente a las mujeres, y aseveraba: “las personas mayores necesitan un compañero; a esa edad no estamos hablando ya de amor o sexo, sino de tener un compañero”. No fue una afirmación casual, porque repitió la misma día idea varias veces y por supuesto volvió a sonar la palabra compañero en esos minutos radiofónicos. Sinceramente, no lo entiendo. Me imagino un compañero para jugar al mus o para salir a caminar hasta la ermita del pueblo. Compañero también de tardes en el club de jubilados o de cafés vespertinos, pero compañero ¿compañero?. Espero no tergiversar lo que se comentó en aquel programa, pero creo no ir muy desencaminada cuando se refería al compañero como a una persona única, del sexo opuesto, que “acompañe” en la vida diaria a una persona concreta, en este caso de edad avanzada, anciana. Entiendo que se tratará entonces de una “pareja” un “novio” o un “amigo”, en cualquiera de los tres casos algo con lo que no estoy completamente de acuerdo.
Me viene al pensamiento un comentario que hizo un día mi abuela mientras paseábamos por un parque vallisoletano y vimos a un grupo de ancianos bailar por parejas y a una animadora que gritaba por un micrófono algo así como: “¡venga, no sean vergonzosos, y saquen a bailar a las mujeres!”. Yo era todavía pequeña, pero me acuerdo perfectamente que mi abuela dijo :¡se han creído que somos unos jovenzuelos!. Entonces ella era viuda ya y no entendía como podían bailar y coquetear ancianos de setentaymuchos años. Que nadie se sienta ofendido por esto, que me parece muy sano y saludable querer bailar y conocer a gente a cualquier edad de la vida, pero no me negarán que en todo esto hay algo que huele a chamusquina. Estamos queriendo dar a nuestros ancianos lo que los jóvenes queremos que quieran, y les sumergimos casi siempre en un modo de vida que no entienden, o en la que muchos se ven obligados a vivir sin otra alternativa. ¿Es necesario que una mujer viuda a los setenta años, en perfectas condiciones físicas y mentales tenga un “compañero” para vivir mejor su ancianidad?. Rotundamente no. ¿Hace falta preparar “juegos de adolescentes” para entretener a un grupo de ancianos que se reúne cada día en el club social de su barrio? Creo que no. La ancianidad es un momento único en la vida de las personas que merece todo el respeto. En esa etapa de la vida, con toda la experiencia acumulada, y con la madurez adquirida por el paso del tiempo, no creo que sea justo reducir sus necesidades afectivas a la presencia de un “compañero”. Las personas mayores, como todos, necesitan sentirse queridas y querer a los que les rodean. Y creo que hay muchas y muy distintas formas de vivir esto. Algunas volcaran este amor en su mujer o marido, que es mucho más que un compañero. Los que ya hayan perdido al cónyuge buscaran consuelo y compañía en los hijos, hermanos, sobrinos o amigos. Algunos, los más solitarios, podrán dedicar su tiempo a labores sociales en las parroquias, con los propios amigos, entregando su tiempo a los demás: ese tiempo que tantas veces les ha faltado en la juventud; y probablemente también así se sientan muy queridos y acompañados. Por supuesto que hablamos de amor en las personas mayores, fundamentalmente de amor; porque con el paso del tiempo –casi siempre- han aprendido lo fundamental y sólo ellos saben hablar y vivir un amor maduro, sereno, curtido por la vida. Hablar de compañerismo es reducir la afectividad de los mayores a la etapa de primera infancia, donde los niños del colegio comparten sus horas de juego con los compañeros. No creo que se trate de eso. Respetemos a nuestros ancianos, aprendamos de ellos y sobretodo, querámosles mucho.

jueves, 5 de noviembre de 2009

ESPERAR PARA CASARSE

Como muchos de nuestros fieles lectores habrán percibido, muchas de mis reflexiones son suscitadas por pequeñas historias que acontecen en el día a día. La última de ellas este pasado fin de semana. Hablaba con una amiga sobre el matrimonio, cuándo casarse, en qué momento. Realmente intentábamos dilucidar si era una locura casarse de un día para otro, sin mucha preparación, habiendo discernido con claridad -¡claro está!- que la persona elegida era la idónea para tal empresa. Para que se sitúen mejor, podría tratarse de cualquier joven pareja, ilusionada con la idea de casarse y convencida de que ese proyecto en común es el que mayor y mejor felicidad va a proporcionar a ambos ahora y para siempre. La dificultad surge cuando viven en ciudades distantes por motivos laborales o de estudio, hecho que presume permanecer invariable al menos un años más. En esta situación, tras varios años de noviazgo y repito, muchas ganas de casarse “bien”, surge la pregunta: y si nos casamos mañana mismo, ¿sería una locura?. La respuesta inicial, casi impulsiva y más propia de una novela de amor, sería: “ claro que no, ahora mismo, llamad a un sacerdote y celebremos la boda”; la sociedad actual, más malévola si me lo permiten, defendería que no es necesario casarse para sentirse comprometidos y vivir como tal. Y ciertamente, es tentador pensar así. Sin embargo, permítanme una vez más que reflexione en alto con ustedes.
El matrimonio es respuesta de los esposos a la vocación al amor; y –como se recoge en el catecismo de la Iglesia católica- por la alianza matrimonial, un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, que fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la generación y educación de los hijos.
Recuerdo además durante la preparación de mi matrimonio algo que me llamó poderosamente la atención, y que leí en un libro. Hacía referencia al hecho de la distancia en el matrimonio y decía más o menos que, salvo motivos graves, el matrimonio no debe separarse por motivos laborales ni de otra índole, ya que la distancia física dificulta la auténtica vivencia del matrimonio en toda su dimensión. Lo comentábamos después con un sacerdote, que iba más allá, afirmando en positivo, la importancia de estar, compartir, formar y crear una nueva familia, que sea realmente una auténtica comunidad de amor . Y en otro momento le preguntaba: entonces, ¿cuándo tenemos que casarnos?. La respuesta fue tajante: ¿se lo habéis preguntado a Dios?.
Está claro con estas torpes pinceladas, el matrimonio es mucho más de lo que a veces pensamos, imaginamos y vivimos. Es una vocación que nos supera y que sólo podemos empezar a vivir cuando la entendemos como una respuesta a la llamada de Dios. Por eso, superando las ideas románticas de las películas, y las mediocres propuestas de la sociedad, la respuesta a la pregunta inicial quizá fuera otra. Casarse cuando uno ha discernido con sinceridad y con la suficiente y necesaria preparación, por supuesto, pero con la mínima garantía de que se va a poder vivir realmente el matrimonio, dedicándole el tiempo que se merece y necesita, construyendo con todo esmero una nueva comunidad de amor entre los cónyuges. Para algunos esto será una locura, una absurda pérdida de tiempo. Para los que creemos en el amor santificado por Dios, en el matrimonio, esperar a casarse en estas circunstancias, puede ser casi un acto heroico, y desde luego no un tiempo muerto, sino un espacio precioso para preparar y esperar con más ilusión el momento sacramental de matrimonio.