jueves, 25 de septiembre de 2008

SOMOS UN PENSAMIENTO DE DIOS

Quisiera empezar hoy dándoles una buena noticia, que quizá alguno de nuestros fieles oyentes o lectores ya conozcan. Desde hace 34 semanas espero, con gran ilusión compartida con mi marido, el nacimiento de nuestro primer hijo. Si Dios quiere nacerá a principios de noviembre, aunque parece que quiere asomar antes su cabecita en este mundo. A pesar de algún contratiempo, está siendo un buen embarazo, gracias al cual desde hace un mes mi único cometido es descansar, haciendo reposo, para que el pequeño crezca dentro de esta incubadora natural, que se le ha dado como primera cuna. Como podrán comprender, he tenido tiempo para muchas cosas, y cómo no, para pensar sobre la vida, sobre el gran misterio de la vida. Y sorprendentemente durante este tiempo en la radio, en la televisión y en todos los medios de comunicación, he oído hablar sin parar del aborto y de la eutanasia como derechos “humanos” regulables por ley.
Lanzo por ello mi compromiso de proclamar desde estas ondas el milagro de la vida y el reto de amar la vida en cualquiera de sus momentos, circunstancias y manifestaciones.
Empiezo, de forma breve ya y como no podía ser de otra forma con el amor a la vida de los no nacidos, de los niños que se van formando en el vientre de sus madres. Y les hablo desde la experiencia de una madre primeriza.
No es evidente “sentirse embarazada”, inicialmente sólo las líneas de un predictor anuncian la buena noticia. Sin embargo, basta la primera ecografía (habitualmente en la semana 12 de gestación y puede ser incluso antes) para ver y escuchar el latido inquieto del corazón de una vida independiente que ya habita en el útero materno. Desde ese momento es difícil pensar que sólo son un grupo de células. La tentación está –creo yo-, en considerar que ese conjunto celular con forma de humanoide nos pertenece, por ocupar un espacio de otro cuerpo, en lugar de considerarlo una persona independiente y única. La posesión, ahí está el problema: considerar como un derecho el don de un hijo y sentirnos capaces de decidir sobre él, como alguien sobre el que podemos actuar. Queremos controlar nuestro cuerpo y por eso intentamos dominar todo lo que en ello ocurra, hasta la vida de un ser que milagrosamente ha encontrado un sitio donde implantarse para poder seguir creciendo y desarrollándose.
El Papa Benedicto XVI dijo en una de sus homilías “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”. Como hacía el Principito, repetiré la frase para recordarla:“Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”.
No me negarán que es una imagen preciosa: somos el pensamiento de Dios; la acción creadora de Dios, de la que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio y por el amor conyugal, son inmerecidamente partícipes. Acción creadora compartida que se concreta en un pensamiento del que surge, desde el Amor, una nueva criatura, necesaria para el curso de la historia. Nacemos por el Amor de Dios y por el amor de nuestros padres, desde el primer instante, somos amados en nuestra individualidad y en nuestra diferencia. Que un embrión necesite de los nutrientes y de la protección de la madre, no quiere decir que sea parte de su cuerpo, dicho más claro, que necesite de otro cuerpo para crecer no le permite a éste decidir sobre su vida o muerte. Les aseguro que es fácil de comprender después de haber visto en las primeras semanas de vida a un embrión en el útero materno, aunque muchos quieran negarlo.
El amor a la vida tiene que ser desde el instante de la creación, desde ese momento en el que un pensamiento de Dios, nacido del amor, se transforma en un grupo celular, potencial necesario para ser alguien, una gran persona.

lunes, 22 de septiembre de 2008

CUIDARSE PARA CUIDAR

Si tuviera que empezar esta reflexión con un título como reclamo creo que éste sería el más adecuado: “Cuidarse para cuidar, una forma especial de amar”. Esto es lo que les propongo para esta noche, después de haber estado pensando varias veces en este titular en los últimos días.
La cultura tradicional occidental (quizá por un mal entendido “sentido del sacrificio” y de la voluntad), ha antepuesto en muchas ocasiones la salud propia a realidades tales como el trabajo, los compromisos, o la necesidad de aparentar salubridad en este mundo donde la enfermedad y la debilidad son vistas como un mal. Se considera un trabajador ejemplar el que acude al puesto de trabajo con fiebre o el que renuncia a sus vacaciones y a su tiempo privado (necesario para cultivar otras dimensiones propias del hombre) por el crecimiento de la empresa. Quede claro que no estoy en contra de la responsabilidad laboral ni de esforzarnos por no ser mediocres ni pusilánimes. Y que entiendo, como mujer que trabaja, que hay momentos en los que el trabajo requiere una dedicación superior que es necesaria para el desarrollo profesional. Pero todo esto no debe anteponerse nunca a lo fundamental. También me gustaría aclarar que no hago aquí referencia a las personas que ponen en riesgo su salud o su propia vida por ayudar a los demás, por un ideal mayor y trascendente.
Está claro que para cuidar a los demás es necesario estar bien. Y que cuidar adquiere un sentido amplio que incluye la salud y las necesidades básicas, el bienestar psicológico y el cuidado espiritual e incluso todo lo relacionado con el acompañamiento y el “estar”. Hablando de esto me imagino a un padre cuidando a su hijo enfermo, y a una hija asistiendo a su padre anciano. También a la madre que vela por apoyar la débil fe de su hijo y a los novios que se cuidan en sus manifestaciones de afecto. Como ven: un panorama amplio y variado, todo ellos formas admirables de cuidar.
Y llegamos al quid de la cuestión , que sería el cuidarse. Cuidarse en lo físico y también en lo espiritual. Cuidar el aspecto externo, que es nuestra forma de presentarnos al mundo, sin obsesiones estúpidas; cuidar la salud en todas sus dimensiones, también las relativas a los excesos y los vicios no controlados, prevenir riesgos cuando sea necesario. Cuidar la vida interior, fomentando y procurando las virtudes. Todas estas son formas de cuidarse, que distan mucho de la autocomplacencia del yo tan defendida en nuestros días. Y para esto, para cuidarse, hay que dedicarse tiempo, vivir la humildad y reconocer las propias limitaciones humanas, muchas veces impuestas por la enfermedad o la debilidad física. Aceptar los consejos de las personas que están a nuestro alrededor y nos quieren y de los profesionales que pueden atendernos en un momento determinado, y rezar, confiando en Dios en todo momento y pidiendo luz para discernir en momentos de decisión. Todo esto es necesario para cuidarse adecuadamente. En este punto es cuando descubrimos que somos así más capaces de cuidar, de atender al que está cerca, de asistir, de acompañar. Cuando nuestro cuerpo y nuestro espíritu gozan de “buena salud”, somos capaces de más. Me lo decía mi hermano que estos días está en Tanzania colaborando con las hermanas de la madre Teresa de Calcuta: “es impresionante - me confesaba emocionado- cómo trabajan y con qué alegría, aquí a nadie le falta nada. Pero más impresionante es cómo viven: antes de empezar la jornada rezan durante más de una hora y celebran la Eucaristía, como primera tarea fundamental, y cuidan –sin grandes lujos- el alimento y el descanso. Saben que sólo así son capaces de servir”. Y nadie duda de la capacidad de amar de estas religiosas.
Cuidar a los demás es una forma especial y concreta de amar, y por eso mismo, cuando nos cuidamos nosotros mismos con este fin, también –aunque de forma indirecta-estamos amando a los demás. Sólo así el tiempo dedicado a nosotros mismo beneficia a los demás, sólo así evitamos el egoísmo y el egocentrismo. Nos cuidamos porque estamos llamados a amar mejor. Somos más capaces de cuidar y de amar.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

ATRACCIÓN A PRIMERA VISTA

He seguido dando vueltas al tema que nos ocupó en la última intervención después de una conversación muy interesante suscitada después de lo comentado. Para los que no pudieron escucharnos, o para refrescar la memoria de nuestros oyentes después de esta pausa, hablábamos de si era posible el amor a primera vista y concluíamos diciendo que era posible la atracción a primera vista, pero el amor, entendido en toda su plenitud, requería además de un tiempo de conocimiento y de profundidad y de una disposición personal para compartir un proyecto eterno. Pues bien, con todo esto como fondo de una conversación, alguien lanzó al ruedo la palabra impulso. Y desde aquí empiezo mi reflexión de hoy.
El impulso es según la Real Academia Española de la Lengua “el deseo o motivo afectivo que induce a hacer algo de manera súbita, sin reflexionar”, y esto es lo que dirige la atracción inicial, el mal llamado “amor a primera vista”. Precisamente porque habla de deseo y de afecto, “sin más”, y ocurre de forma imprevista y súbita, sin tiempo para razonar ni plantear nada más. He aquí otro argumento para afirmar que no es posible ese tipo de amor. Sin embargo la conversación no terminó ahí. Quien lanzó esta palabra era un firme defensor del amor a primera vista como forma inicial y necesaria para llegar al verdadero amor. Según defendía, siempre es necesario un impulso inicial, una atracción, una tendencia natural, un “ir hacia”. Los motivos primeros pueden ser múltiples y muy variados, bien de tipo intelectual o espiritual, o bien referentes a la estética y la belleza. Camino inicial necesario para llegar a alguien. Pero continuaba en su reflexión afirmando que ese impulso inicial se tenía que transformar en impulso “de otro tipo” que curiosamente también recoge el diccionario acerca de este término, y que hace referencia a la “fuerza que lleva un cuerpo en movimiento o en crecimiento”.
Y aquí es donde está la novedad y este el impulso que muchas veces se nos olvida. Conocer a alguien que atrae, desde los afectos más primarios o desde el puro intelecto, tiene que servir de motor para seguir creciendo. Es la fuerza que tienen los héroes en las batallas por conseguir la tierra deseada, o los grandes santos en sus empresas. Un hombre enamorado, afectivamente atraído por una mujer, tiene una fuerza especial para transformar el mundo que le rodea, empezando por su propia persona. Y es ahí donde misteriosamente se forja el amor, en ese proceso de conocimiento que sólo puede ser crecimiento. Y es así como necesariamente tienen que surgir temas profundos de conversación, porque es ahí donde se juega el futuro. Por eso, el amor no puede quedar estancado en una camaradería como comentábamos el otro día. Tiene que exigirse cada vez más, tiene ahondar en la espiritualidad y en la visión trascendente de los que se aman, tiene que proyectar el futuro utilizando las mismas coordenadas, tiene que permanecer siempre abierto y dispuesto a cambiar.
Atracción a primera vista, impulso inicial, conocimiento, ¡impulso! como fuerza transformadora y así, camino del Amor. Y en este camino puede ocurrir, como muchas veces ocurre, que una de las partes no quiera seguir caminando, que prefiera conformarse con un “amor a medias”, o un “amor simplemente afectivo” y es entonces cuando puede surgir la duda. Pero eso es lo bueno y lo propio del noviazgo: ser conscientes del amor al que somos llamados de forma radical y absoluta, y ver qué amor (es difícil hablar de “grados de amor”), somos capaces de alcanzar con la persona elegida. El impulso inicial tiene que ayudar a descubrir las dos realidades que se ponen en juego, para saber si pueden seguir caminando juntas eternamente.
“La fuerza que lleva un cuerpo en movimiento, o en crecimiento”, eso es el impulso. Los saltadores de pértiga cogen impulso para saltar la mayor altura, del mismo modo que ellos, nosotros debemos aprovechar el impulso inicial del enamoramiento o la atracción para alcanzar el verdadero Amor.

sábado, 13 de septiembre de 2008

AMOR A PRIMERA VISTA

¿Es posible el amor a primera vista?. Si nos centramos en analizar lo que se presenta en los medios de comunicación a través de las películas y las revistas mal llamadas del corazón, parece evidente afirmar que sí. Fulanito conoce a Menganita en una fiesta y aparecen posando locamente enamorados. Chico se encuentra con chica en un comercio y siente un fogonazo que le lleva a buscarle hasta los confines del mundo.... Parece romántico.
Quien les habla tuvo una historia sorprendente, y quizá desde fuera pueda parecer similar a esto que les cuento: conocí a quien hoy es mi marido en la boda de unos amigos. Hablamos durante un buen rato y hasta compartimos un café. Nos despedimos sin permitirnos ninguna posibilidad de contacto y dos meses después coincidimos buscándonos el uno al otro, utilizando como excusa una excursión y un e-mail. Nuestro siguiente encuentro sirvió para confirmar la sospecha inicial de que nuestras historias podían empezar a coincidir a partir de ese preciso instante, pero nuestra torpeza y el miedo inicial hicieron que retrasásemos el comienzo “oficial” de nuestro noviazgo. Sin embargo recuerdo ese tiempo como de especial intensidad. No sé cómo lo verán ustedes, pero yo no considero esto un amor a primera vista. O por lo menos no en los términos entendidos hoy en día.
Perdonen que “me utilice” como ejemplo, pero es lo más cercano que tengo. Nuestro primer encuentro abrió la posibilidad de conocernos, y ambos intuimos una persona interesante en nuestro con-tertulio. En esos primeros minutos hablamos del matrimonio (la situación lo facilitaba) y de la felicidad. Dos puntos importantes que permitieron atisbar nuestros anhelos y proyectos. Reconozco que no hubo una fuerte atracción física inicial, ni siquiera una camaradería que pudiera despertar sospechas, pero habíamos hablado de aspectos profundos e interesantes y eso había despertado nuestra curiosidad.
Cuando hoy se habla de amor a primera vista, se entiende más bien el amor suscitado por la atracción física, muchas veces vacía de nada más. Creo que es difícil el amor a primera vista, entendido como ese amor arrebatador que anula una persona en relación a otra, sobretodo porque creo que el amor hay que cultivarlo y como tal, sembrarlo, regarlo, podarlo y cuidarlo para poder recoger sus frutos. Si el amor se queda en la atracción inicial (necesaria por otra parte) y no madura no es verdadero amor, o por lo menos amor entendido en términos humanistas cristianos, y ahí está el problema de esta sociedad. He tenido estos días un par de conversaciones con personas que me hablaban de su relación de noviazgo, que definían como “estancada” y sin posibilidad de mejora. Y me he entristecido. En ambos casos hubo una aproximación inicial con una cierta atracción y sucesivamente un compañerismo que les lleva a realizar actividades comunes en el tiempo libre, compartir hobbies, acudir juntos a reuniones familiares y hasta pensar en un futuro común. Poco más. Y creo que aquí está el problema. Cuando el amor “nace” a primera vista hay que cultivarlo para que crezca. Y es importante en este punto hablar de las cosas importantes: de la fe, de la visión del mundo y de la eternidad, del proyecto de familia, del modo concreto de vivir el compromiso con la sociedad en todos sus ámbitos, de la búsqueda de la felicidad, del dolor y el sufrimiento, de las relaciones personales, de los proyectos e ideales....en definitiva, de todo lo que configura nuestro ser. Y si esto no se aborda con la suficiente seriedad, a veces no es posible el amor de verdad.
Sabiendo que hay alguna admirable excepción, me atrevería a afirmar que si no hay coincidencia en estos puntos fundamentales, o al menos apertura para sorprenderse y abrirse a estas realidades, desde el respeto y la búsqueda por encontrar puntos comunes, será muy difícil vivir el amor en plenitud, o por lo menos en la plenitud propuesta por el cristianismo.
Por eso creo que existe “la atracción a primera vista” pero hablar de amor es algo más serio que quizá requiera –como los buenos guisos- de tiempo de cocción. Un tiempo en el que habrá que ir añadiendo ingredientes y removiendo, para que adquiera el buen sabor de las cosas bien hechas.

sábado, 6 de septiembre de 2008

PUDOR

Si las lluvias lo permiten, pronto las altas temperaturas y los días soleados irrumpirán en nuestras vidas llenándolas de luz y colorido. Los días serán más largos e iremos despojándonos poco a poco de las capas que han ido cubriendo nuestra piel en forma de gabardinas, jerséis y demás utensilios para protegernos del frío. Y todo esto –pensarán- ¿qué tiene que ver con el amor?.
El comentario de hoy se suscita por la realidad que nos rodea. En cuanto se inicia el buen tiempo, empiezan a aparecer en nuestras calles tirantes mínimos o inexistentes, ombligos al aire, faldas cortas que podrían ser cinturones...todo ello como reflejo de la moda que “se lleva”. Pues por todo esto hoy me gustaría compartir con ustedes alguna reflexión sobre el pudor. Esa palabra tan en desuso y utilizada una vez más con matiz peyorativo, que nos habla de palabras tan hermosas como recato y modestia. Y esto tiene que ver con el amor.
Las distintas vestimentas tienen su lugar, no nos imaginamos a una persona en la piscina con gabardina, ni en una recepción oficial con pantalones cortos. Y tiene su sentido, por respeto, otras veces por tradición y también por comodidad. De la misma forma, y en esto probablemente todavía haya un poco de mentalidad machista, si la mujer quiere pasar desapercibida por su forma de vestir, ya sabe como tiene que hacerlo. Y no les hablo de mojigatería de cuellos vueltos y faldas largas, sino de elegancia y gusto por la belleza. Los escotes, las faldas mini y los ombligos al aire, sobretodo en ciertos lugares y ambientes (cada vez más comunes) muchas veces sólo pretenden provocar. Y habrá voces que imperen por la libertad de la fémina o por el ojo enfermo y desviado del que mira, pero no creo que haya que ser ingenuos...
Y por aquí llegamos a lo importante, y lo que de verdad nos compete en este tema del amor. ¿Es importante cuidar el vestido y la presencia física como una forma de amar?, sin duda les diría que sí. Si unos novios se quieren y respetan y buscan –con esfuerzo- vivir de forma adecuada la sexualidad en el noviazgo en la castidad, tendrán que tener cuidado en su apariencia externa, que es, en palabras claras y entendibles, no provocar. La atracción física entre dos personas que se aman es inexcusable, y hay formas de vestir que no facilitan las cosas. Y me refiero aquí tanto al hombre como a la mujer, aunque evidentemente la carga mayor recaiga sobre nosotras. Al mismo tiempo, creo que cuidar la imagen exterior, el aspecto físico, forma parte de una feminidad exquisita tan exaltada en otras épocas y un poco olvidada en nuestro tiempo. Porque no se trata de las medidas extraordinarias o de a idolatría a la belleza de nuestros días, si no de ser “muy mujer”, resaltando las virtudes físicas propias con elementos naturales y decorativos. Seguro que tendrán en mente mujeres muy femeninas y elegantes que han marcado de este modo sus épocas.
Y en todo esto me preocupan especialmente las jóvenes, arrastradas por una moda que exalta el culto al cuerpo sin ningún sentido y que evita hablar del pudor, considerándolo ¡todavía! una forma de represión. Creo que una vez más, tenemos que atrevernos a dar ejemplo de elegancia y de feminidad sin necesidad de recurrir a mostrar partes del cuerpo que requieren un ámbito de intimidad. Comprenderán que esto se da también en otras etapas de la vida, quizá de un modo diferente. En los esposos, es posible que viva con mayor libertad, por la intimidad compartida, pero también entonces hay que querer: sabiéndose presentar a los demás y cuidando especialmente el aspecto externo, también en momentos en los que por dejadez o comodidad resultaría más fácil no hacerlo. Llegará el verano, y con él las altas temperaturas, quizá sería una buena propuesta hablar con nuestros jóvenes del pudor, como virtud especialmente hermosa, que facilita muchas veces la pureza en el amor. Es sólo una idea.