sábado, 14 de junio de 2008

MADRES E HIJAS

¿Conocen el síndrome de Peter Pan?, es un término con el que se designa coloquialmente a los adultos que no quieren crecer. Y no me extraña, quizá todos quisiéramos ser alguna vez ese amable personaje de Walt Disney. Pensaba en Peter al recordar la infancia, los primeros años de vida, y pensaba en eso al acordarme de mi madre. Quizá yo también quiera ser hoy un poco Peter Pan. Es intensa la relación de la madre con los hijos, no cabe duda. Decía un psicólogo que el abrazo de una madre es acogida, recuerda al hogar. Ahondaba él en el desarrollo del embrión en el seno de la madre y afirmaba que al nacer, el niño llora si se le separa de ella. Encontraba una explicación muy lógica. Durante 9 meses de gestación, de maravilloso entretejido de cada órgano el niño/embrión tiene una magnífica banda sonora, el latido constante del corazón de su madre, con muchos ritmos según el momento. Crece al ritmo de ese único marcapasos, el perfecto cronómetro para el discurrir de cada uno de sus días en esa habitada cintura. Y como no podía ser de otra forma, separarse de eso es alejarse del hogar, romper el vínculo de unión perfecta. Cortar el cordón umbilical es separar de repente 9 meses de intensa y dependiente convivencia. Por eso, pensando sólo en ese don físico, ser madre es único. Visto así parece claro que el niño busque nada más nacer el pecho de su madre para sentirse protegido y en casa. Vendrán después los tiempos de crecimiento fuera del útero, los primeros pasos, las palabras balbuceantes que anuncian grandes conversaciones, los vestidos, peinados y lazos. Los primeros disgustos y contrariedades. Todo eso de forma inexorable. Es parte del crecimiento.
Pienso que aquí, una vez más, el matiz es diferente y concreto para una hija, y esto es válido también para las familias en las que los vástagos femeninos se pueden contar en plural. Cada relación materno-filial es única, y cada una adquiere matices diferentes.
No es fácil pensar en esto sin ser subjetivo, cada uno tenemos una madre y nuestra visión concreta dependerá de la propia experiencia personal . Creo que llega un momento en el que podemos empezar a hablar de nuestra madre, un momento concreto en el que ponemos palabras a todo lo que acontece y ha acontecido en torno a nuestra madre. Y suele coincidir que ese es el momento en el que de corta definitivamente el cordón umbilical, años después ( a veces muchos) del alumbramiento inicial.
Y si no piensen, ¿eran conscientes de lo que suponían sus madres en la infancia?. Los recuerdos coincidirán más o menos: una mujer guapa, (¡todas las madres han sido para nosotros las más guapas del mundo!), cariñosa, trabajadora, siempre pendiente de cada uno de nuestros pasos y con la extraña capacidad de hacer varias cosas a la vez...Cuando somos pequeños, todos –salvo alguna dolorosa excepción- tenemos una visión mas o menos idealizada de nuestras madres. Es la imagen fundida con el recuerdo y algunas fotografías, los únicos testigos de esta etapa de la relación con nuestra madre.
Después viene la adolescencia y juventud, cuando la madre empieza a poner normas, a llevar la contraria, a acotar nuestras actividades preocupándose, si cabe mucho más de nuestro crecimiento personal. Y es ahí donde las hijas intentan “igualarse” a sus madres, buscando artificialmente la complicidad de una amiga, intentando en más de una ocasión evitar palabras contrarias a su propia voluntad, y eso es propio de las hijas, y es característico ese “coqueteo” con los adultos a través de la madre. Y hay madres que intentándolo hacer mejor, caen en ese juego a veces maliciosamente pensado. Y es que en esa edad especialmente una madre tiene que ser eso precisamente: madre, queriendo a sus hijos sin limitaciones, entregando su vida completamente, imponiendo en el mejor sentido de la palabra las buenas costumbres y ganando el respeto de sus hijos...en definitiva, educando a sus hijos permitiéndoles ser libres e independientes. Y eso es lo que –aunque no lo sepamos en el momento- buscamos los hijos, y aún más las hijas. Buscamos en la madre la seguridad del camino bien recorrido, el amor absoluto y gratuito, el modelo de feminidad, el futuro presentado como posible y apasionante...pero a esta edad, en la adolescencia, tampoco sabemos ponerle palabras.
Sólo cuando maduramos esta relación, crecimiento necesario en ambas partes, somos capaces de poner palabras a tantas cosas vividas. Suele coincidir este momento con la marcha del hogar o con la independencia conquistada debajo del mismo techo.
Cuando la distancia afectiva permite valorar toda la grandeza de una madre, crece el amor real y se fortalece la relación materno-filiar. Cuánto más cuando la hija se convierte en madre y comparte con ella el don de engendrar una nueva vida.
Retales estos un poco desordenados que entretejen un todo complejo.
Hoy, viernes ya, es el cumpleaños de mi madre. Si me lo permite voy a felicitarle en este día especial. Que el agradecimiento que desde aquí quiero hoy enviarle por tanto recibido sea extensible a todas las madres que nos escuchan. Va por ellas!

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