
El matrimonio es respuesta de los esposos a la vocación al amor; y –como se recoge en el catecismo de la Iglesia católica- por la alianza matrimonial, un hombre y una mujer constituyen una íntima comunidad de vida y de amor, que fue fundada y dotada de sus leyes propias por el Creador. Por su naturaleza está ordenada al bien de los cónyuges así como a la generación y educación de los hijos.
Recuerdo además durante la preparación de mi matrimonio algo que me llamó poderosamente la atención, y que leí en un libro. Hacía referencia al hecho de la distancia en el matrimonio y decía más o menos que, salvo motivos graves, el matrimonio no debe separarse por motivos laborales ni de otra índole, ya que la distancia física dificulta la auténtica vivencia del matrimonio en toda su dimensión. Lo comentábamos después con un sacerdote, que iba más allá, afirmando en positivo, la importancia de estar, compartir, formar y crear una nueva familia, que sea realmente una auténtica comunidad de amor . Y en otro momento le preguntaba: entonces, ¿cuándo tenemos que casarnos?. La respuesta fue tajante: ¿se lo habéis preguntado a Dios?.
Está claro con estas torpes pinceladas, el matrimonio es mucho más de lo que a veces pensamos, imaginamos y vivimos. Es una vocación que nos supera y que sólo podemos empezar a vivir cuando la entendemos como una respuesta a la llamada de Dios. Por eso, superando las ideas románticas de las películas, y las mediocres propuestas de la sociedad, la respuesta a la pregunta inicial quizá fuera otra. Casarse cuando uno ha discernido con sinceridad y con la suficiente y necesaria preparación, por supuesto, pero con la mínima garantía de que se va a poder vivir realmente el matrimonio, dedicándole el tiempo que se merece y necesita, construyendo con todo esmero una nueva comunidad de amor entre los cónyuges. Para algunos esto será una locura, una absurda pérdida de tiempo. Para los que creemos en el amor santificado por Dios, en el matrimonio, esperar a casarse en estas circunstancias, puede ser casi un acto heroico, y desde luego no un tiempo muerto, sino un espacio precioso para preparar y esperar con más ilusión el momento sacramental de matrimonio.
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