jueves, 2 de julio de 2009

TODA UNA VIDA

Celebraba el otro día el aniversario de boda de mis padres; han pasado ya algunos años, más de treinta, cerca de los cuarenta. Por un momento, pensé una obviedad que casi ofendió a mi padre: “¡lleváis casados más tiempo que toda mi vida!” exclamé como si hubiera descubierto la pólvora. Desde luego, era ingenua mi reflexión, pero tiene su explicación.
Siempre he visto a mis padres como el núcleo inicial de mi familia, formando un matrimonio sólido, con sus momentos de esplendor y sus pequeñas o no tan pequeñas dificultades, propias de la vida misma y del devenir de los tiempos. Desde que yo recuerdo, les he visto compartir buenos y malos momentos, siempre juntos, a pesar de todo. En todo momento, he dado por hecho que su unidad era indestructible, única y eterna. Nunca me planteé algo diferente. Entiendo ahora que esta solidez ha colmado de seguridad y de felicidad mi infancia, y ha interrogado mi adolescencia y primera juventud. Tener la convicción de que el matrimonio de mis padres es una unidad estable, no exenta de dificultades, me ha hecho entender la profundidad del amor: del amor conyugal que está por encima de las circunstancias concretas de cada etapa de la vida, y del amor paternal que se extiende a los hijos. Y esto lo entiendo mucho mejor ahora, que también soy esposa y madre. Y quizá por eso el pensamiento inicial con el que empezaba esta reflexión.
Me dio un cierto vértigo celebrar 37 años de matrimonio, y no sólo por ser consciente del tiempo pasado, sino sobretodo por anticipar el futuro. En un instante, me trasladé 37 años en el tiempo, e imaginé a mi hijo que todavía hoy es un bebé, a sus futuros y posibles hermanos y mi vida en ese momento, junto a mi marido. Entonces me di cuenta de la cantidad de cosas que pueden pasar, de todo lo que puede cambiar, y reconozco que me entró un poco de miedo. Pensaba en todo lo que ha pasado ya en mi corta vida, y si Dios quiere y esos son su planes, todo lo que podrá ocurrir hasta entonces. Pero es inútil agobiarse por el futuro, que no sabemos si llegará. Lo que es evidente de toda esta reflexión un poco personal, es que el matrimonio, y la familia, hay que cuidarla día a día. No se celebran 37 años de matrimonio, se celebra cada día, cada acontecimiento. El recuento final sólo sirve para engrandecer el hecho heroico de seguir juntos, pero la gran celebración se precisa después de cada batalla, de cada prueba superada, de cada alegría compartida. Día a día, baldosa a baldosa (como decía sabiamente el barrendero de Momo) se va fraguando una historia de amor que dura y se consolida en cada peldaño. Ser fiel durante toda una vida es ser fiel en cada instante, con el pensamiento, con la mirada, con el deseo. Amar con madurez al final de la vida se consigue creciendo juntos en el amor. Dejarse sorprender cada día, admirar al otro, apoyarle en sus necesidades, celebrar cada acontecimiento, perdonarse, hablar sin parar y de todo, rezar juntos.....son algunas claves que he ido escuchando de algunos longevos matrimonios.
Y este convencimiento de que es así la única y mejor forma de amar en el matrimonio, se transmite a los hijos, de forma natural, como se hace con las cosas importantes. Y de repente, cuando ante ellos aparece el amor, surge de forma espontánea lo que han aprendido de pequeños, en su familia, a través del amor de sus padres. Debería ser así siempre, y en todos los casos. Los que hemos tenido la inmensa suerte de vivirlo así, deberíamos adquirir el compromiso de procurarlo también para nuestros hijos, supongo que es cuestión de justicia, o mejor dicho, cuestión de amor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bonito comentario inspirado en la vida real