Recuerdo que unos días antes de casarme, discutíamos en casa de unos buenos amigos sobre el “aprovechad ahora” que tanta gente nos repetía en esos días previos al enlace. Con la mejor de las intenciones, compañeros de trabajo, familiares y amigos nos recomendaban: aprovechad ahora que sois novios, aprovechad vuestra vida de recién casados, aprovechad ahora.....mientras no tengáis hijos, que luego cambia todo. Este era el mensaje más o menos explícito que estaba en tales deseos imperativos. Los más osados se atrevían a seguir animándonos a “esperar” un tiempo hasta la llegada del primer hijo, por aquello de disfrutar “en solitario”de nuestro reciente amor, sin dejar que nadie pudiera perturbarlo. Y no les negaré que esta propuesta puede resultar atractiva, sobretodo cuando el amor hacia el cónyuge parece en ese momento la forma más grande, exclusiva y libre que uno ha sido nunca capaz de vivir y disfrutar. Pero está claro que eso no es auténtico amor, o por lo menos, no amor en plenitud.
El acto sexual como expresión única del amor conyugal tiene inscritos dos significados indivisibles: el unitivo y el procreador. Ambos son inseparables y constituyen la única expresión del verdadero amor humano y conyugal. Siendo muy consciente de la responsabilidad en la procreación o lo que es lo mismo, de la paternidad responsable de la que tantas veces ha hablado nuestra madre la Iglesia, parece evidente que un matrimonio que se quiere de verdad, y siempre que la fisiología lo permita, tenga hijos en un tiempo más o menos corto, es decir, cuando Dios quiera y haya proyectado para el mejor desarrollo de su vocación matrimonial y familiar. Por eso, la fecundidad es una dimensión intrínseca del amor, y por eso, confiar en Dios en esta misión de cooperar en la creación otorga al amor otro nivel, y mayor libertad.
Hace algún tiempo leí una frase que afirmaba “En cuanto que éste tiende a la eternidad, el amor no se agota en los esposos sino que se encarna y prolonga en los hijos. La fecundidad de los esposos inmortaliza en cierto modo el amor humano”. Y esto clarifica todavía más este tema de la fecundidad. Cuando, según el designio de Dios, un hijo llega con premura al espacio vital de un matrimonio, cabe pensar –de forma legítima y entendible-, que pueda suponer una limitación para el amor conyugal todavía en sus inicios, que puede dificultar la comunicación o llegar incluso a entorpecer la vida familiar. Comprenderán conmigo que es éste un pensamiento erróneo. Es evidente que la llegada de un hijo cambia muchas cosas, muchas actividades concretas: ordenando o estructurando horarios, acortando los ratos de sueño, reorganizando los encuentros sociales....pero todo eso son minucias o al menos aspectos de menor importancia. La llegada de un hijo no deteriora ni perjudica el amor conyugal, es más, un hijo nacido del amor, plenifica e intensifica el amor conyugal y abre nuevas vías al amor familiar. Vivir el amor conyugal como entrega, lleva necesariamente al amor compartido de forma generosa para con el hijo. Es amor desbordado del amor entre los esposos. Ser conscientes de esto y compartirlo cada día sólo puede hacer crecer el amor, intensificarlo, darle fuerza, llevarlo a plenitud. Y esto desde la concepción, desde el momento inicial del ser humano, desde la fecundación. El embarazo y el desarrollo del niño en el vientre materno es parte también de este amor entregado y compartido.
Por eso, no tengamos miedo a que nuestro amor sea fecundo, porque sólo así, será amor eterno.
Por eso, no tengamos miedo a que nuestro amor sea fecundo, porque sólo así, será amor eterno.
1 comentario:
Muy bueno el artículo. bonita y esperanzadora experiencia.
saludos desde Chile!!!
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