
Recuerdo que durante la preparación de mi matrimonio, el sacerdote se preocupó de que entendiéramos el significado de los signos que iban a estar presentes en la celebración. Las alianzas, decía (y espero no equivocarme), son el signo de vuestro amor, tiene forma circular y perfecta, pulida, sin principio ni fin, eterna, como vuestro matrimonio, que es para siempre. Hace referencia también a la alianza que Dios hace con vosotros y si os fijáis en su forma, es parecido al brazalete que llevaban “los siervos”. La alianza es también signo de pertenencia, de posesión en libertad, de unidad.
Y es verdad, antes de la boda, las alianzas descansan juntas en una caja más o menos lujosa, no tienen valor por sí solas, separadas no valen nada, como mucho su peso en oro. Después del sacramento del matrimonio, adquieren un peso específico, propio, definitivo, que les confiere la unidad de dos personas en el amor. Es un signo del amor, como signo es el amor del hombre y la mujer unidos en matrimonio.
Reconozco que a mí, al principio me costaba llevarla, asustada por la responsabilidad que supone mantenerla intacta. Progresivamente he ido haciéndome a ella y creo que ahora ya sería muy difícil prescindir de ella. Pienso también que habrá momentos en los que apriete o resulte molesta y supongo que llegará la tentación de esconderla. Por eso me ha parecido interesante el texto que les he relatado al principio. No podemos prescindir de la alianza, porque no podemos prescindir del amor, y todo lo que eso conlleva. Aunque sean momentos duros, la alianza nos recuerda el amor eterno que un día confiamos a Dios y que él bendijo, proyectándonos hacia el futuro en una aventura desconcertante y a veces difícil. Por eso también son tan importantes los signos, porque nos recuerdan lo auténtico y verdadero que hay detrás de los momentos concretos que pueden oscurecer el valor real de las cosas. La alianza esconde toda la existencia del hombre, y su destino. Que en términos de Dios y de vocación, será siempre el Amor.
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