Quisiera empezar hoy dándoles una buena noticia, que quizá alguno de nuestros fieles oyentes o lectores ya conozcan. Desde hace 34 semanas espero, con gran ilusión compartida con mi marido, el nacimiento de nuestro primer hijo. Si Dios quiere nacerá a principios de noviembre, aunque parece que quiere asomar antes su cabecita en este mundo. A pesar de algún contratiempo, está siendo un buen embarazo, gracias al cual desde hace un mes mi único cometido es descansar, haciendo reposo, para que el pequeño crezca dentro de esta incubadora natural, que se le ha dado como primera cuna. Como podrán comprender, he tenido tiempo para muchas cosas, y cómo no, para pensar sobre la vida, sobre el gran misterio de la vida. Y sorprendentemente durante este tiempo en la radio, en la televisión y en todos los medios de comunicación, he oído hablar sin parar del aborto y de la eutanasia como derechos “humanos” regulables por ley.
Lanzo por ello mi compromiso de proclamar desde estas ondas el milagro de la vida y el reto de amar la vida en cualquiera de sus momentos, circunstancias y manifestaciones.
Empiezo, de forma breve ya y como no podía ser de otra forma con el amor a la vida de los no nacidos, de los niños que se van formando en el vientre de sus madres. Y les hablo desde la experiencia de una madre primeriza.
No es evidente “sentirse embarazada”, inicialmente sólo las líneas de un predictor anuncian la buena noticia. Sin embargo, basta la primera ecografía (habitualmente en la semana 12 de gestación y puede ser incluso antes) para ver y escuchar el latido inquieto del corazón de una vida independiente que ya habita en el útero materno. Desde ese momento es difícil pensar que sólo son un grupo de células. La tentación está –creo yo-, en considerar que ese conjunto celular con forma de humanoide nos pertenece, por ocupar un espacio de otro cuerpo, en lugar de considerarlo una persona independiente y única. La posesión, ahí está el problema: considerar como un derecho el don de un hijo y sentirnos capaces de decidir sobre él, como alguien sobre el que podemos actuar. Queremos controlar nuestro cuerpo y por eso intentamos dominar todo lo que en ello ocurra, hasta la vida de un ser que milagrosamente ha encontrado un sitio donde implantarse para poder seguir creciendo y desarrollándose.
El Papa Benedicto XVI dijo en una de sus homilías “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”. Como hacía el Principito, repetiré la frase para recordarla:“Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”.
No me negarán que es una imagen preciosa: somos el pensamiento de Dios; la acción creadora de Dios, de la que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio y por el amor conyugal, son inmerecidamente partícipes. Acción creadora compartida que se concreta en un pensamiento del que surge, desde el Amor, una nueva criatura, necesaria para el curso de la historia. Nacemos por el Amor de Dios y por el amor de nuestros padres, desde el primer instante, somos amados en nuestra individualidad y en nuestra diferencia. Que un embrión necesite de los nutrientes y de la protección de la madre, no quiere decir que sea parte de su cuerpo, dicho más claro, que necesite de otro cuerpo para crecer no le permite a éste decidir sobre su vida o muerte. Les aseguro que es fácil de comprender después de haber visto en las primeras semanas de vida a un embrión en el útero materno, aunque muchos quieran negarlo.
El amor a la vida tiene que ser desde el instante de la creación, desde ese momento en el que un pensamiento de Dios, nacido del amor, se transforma en un grupo celular, potencial necesario para ser alguien, una gran persona.
Lanzo por ello mi compromiso de proclamar desde estas ondas el milagro de la vida y el reto de amar la vida en cualquiera de sus momentos, circunstancias y manifestaciones.
Empiezo, de forma breve ya y como no podía ser de otra forma con el amor a la vida de los no nacidos, de los niños que se van formando en el vientre de sus madres. Y les hablo desde la experiencia de una madre primeriza.
No es evidente “sentirse embarazada”, inicialmente sólo las líneas de un predictor anuncian la buena noticia. Sin embargo, basta la primera ecografía (habitualmente en la semana 12 de gestación y puede ser incluso antes) para ver y escuchar el latido inquieto del corazón de una vida independiente que ya habita en el útero materno. Desde ese momento es difícil pensar que sólo son un grupo de células. La tentación está –creo yo-, en considerar que ese conjunto celular con forma de humanoide nos pertenece, por ocupar un espacio de otro cuerpo, en lugar de considerarlo una persona independiente y única. La posesión, ahí está el problema: considerar como un derecho el don de un hijo y sentirnos capaces de decidir sobre él, como alguien sobre el que podemos actuar. Queremos controlar nuestro cuerpo y por eso intentamos dominar todo lo que en ello ocurra, hasta la vida de un ser que milagrosamente ha encontrado un sitio donde implantarse para poder seguir creciendo y desarrollándose.
El Papa Benedicto XVI dijo en una de sus homilías “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”. Como hacía el Principito, repetiré la frase para recordarla:“Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”.
No me negarán que es una imagen preciosa: somos el pensamiento de Dios; la acción creadora de Dios, de la que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio y por el amor conyugal, son inmerecidamente partícipes. Acción creadora compartida que se concreta en un pensamiento del que surge, desde el Amor, una nueva criatura, necesaria para el curso de la historia. Nacemos por el Amor de Dios y por el amor de nuestros padres, desde el primer instante, somos amados en nuestra individualidad y en nuestra diferencia. Que un embrión necesite de los nutrientes y de la protección de la madre, no quiere decir que sea parte de su cuerpo, dicho más claro, que necesite de otro cuerpo para crecer no le permite a éste decidir sobre su vida o muerte. Les aseguro que es fácil de comprender después de haber visto en las primeras semanas de vida a un embrión en el útero materno, aunque muchos quieran negarlo.
El amor a la vida tiene que ser desde el instante de la creación, desde ese momento en el que un pensamiento de Dios, nacido del amor, se transforma en un grupo celular, potencial necesario para ser alguien, una gran persona.
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