Si tuviera que empezar esta reflexión con un título como reclamo creo que éste sería el más adecuado: “Cuidarse para cuidar, una forma especial de amar”. Esto es lo que les propongo para esta noche, después de haber estado pensando varias veces en este titular en los últimos días.
La cultura tradicional occidental (quizá por un mal entendido “sentido del sacrificio” y de la voluntad), ha antepuesto en muchas ocasiones la salud propia a realidades tales como el trabajo, los compromisos, o la necesidad de aparentar salubridad en este mundo donde la enfermedad y la debilidad son vistas como un mal. Se considera un trabajador ejemplar el que acude al puesto de trabajo con fiebre o el que renuncia a sus vacaciones y a su tiempo privado (necesario para cultivar otras dimensiones propias del hombre) por el crecimiento de la empresa. Quede claro que no estoy en contra de la responsabilidad laboral ni de esforzarnos por no ser mediocres ni pusilánimes. Y que entiendo, como mujer que trabaja, que hay momentos en los que el trabajo requiere una dedicación superior que es necesaria para el desarrollo profesional. Pero todo esto no debe anteponerse nunca a lo fundamental. También me gustaría aclarar que no hago aquí referencia a las personas que ponen en riesgo su salud o su propia vida por ayudar a los demás, por un ideal mayor y trascendente.
Está claro que para cuidar a los demás es necesario estar bien. Y que cuidar adquiere un sentido amplio que incluye la salud y las necesidades básicas, el bienestar psicológico y el cuidado espiritual e incluso todo lo relacionado con el acompañamiento y el “estar”. Hablando de esto me imagino a un padre cuidando a su hijo enfermo, y a una hija asistiendo a su padre anciano. También a la madre que vela por apoyar la débil fe de su hijo y a los novios que se cuidan en sus manifestaciones de afecto. Como ven: un panorama amplio y variado, todo ellos formas admirables de cuidar.
Y llegamos al quid de la cuestión , que sería el cuidarse. Cuidarse en lo físico y también en lo espiritual. Cuidar el aspecto externo, que es nuestra forma de presentarnos al mundo, sin obsesiones estúpidas; cuidar la salud en todas sus dimensiones, también las relativas a los excesos y los vicios no controlados, prevenir riesgos cuando sea necesario. Cuidar la vida interior, fomentando y procurando las virtudes. Todas estas son formas de cuidarse, que distan mucho de la autocomplacencia del yo tan defendida en nuestros días. Y para esto, para cuidarse, hay que dedicarse tiempo, vivir la humildad y reconocer las propias limitaciones humanas, muchas veces impuestas por la enfermedad o la debilidad física. Aceptar los consejos de las personas que están a nuestro alrededor y nos quieren y de los profesionales que pueden atendernos en un momento determinado, y rezar, confiando en Dios en todo momento y pidiendo luz para discernir en momentos de decisión. Todo esto es necesario para cuidarse adecuadamente. En este punto es cuando descubrimos que somos así más capaces de cuidar, de atender al que está cerca, de asistir, de acompañar. Cuando nuestro cuerpo y nuestro espíritu gozan de “buena salud”, somos capaces de más. Me lo decía mi hermano que estos días está en Tanzania colaborando con las hermanas de la madre Teresa de Calcuta: “es impresionante - me confesaba emocionado- cómo trabajan y con qué alegría, aquí a nadie le falta nada. Pero más impresionante es cómo viven: antes de empezar la jornada rezan durante más de una hora y celebran la Eucaristía, como primera tarea fundamental, y cuidan –sin grandes lujos- el alimento y el descanso. Saben que sólo así son capaces de servir”. Y nadie duda de la capacidad de amar de estas religiosas.
Cuidar a los demás es una forma especial y concreta de amar, y por eso mismo, cuando nos cuidamos nosotros mismos con este fin, también –aunque de forma indirecta-estamos amando a los demás. Sólo así el tiempo dedicado a nosotros mismo beneficia a los demás, sólo así evitamos el egoísmo y el egocentrismo. Nos cuidamos porque estamos llamados a amar mejor. Somos más capaces de cuidar y de amar.
La cultura tradicional occidental (quizá por un mal entendido “sentido del sacrificio” y de la voluntad), ha antepuesto en muchas ocasiones la salud propia a realidades tales como el trabajo, los compromisos, o la necesidad de aparentar salubridad en este mundo donde la enfermedad y la debilidad son vistas como un mal. Se considera un trabajador ejemplar el que acude al puesto de trabajo con fiebre o el que renuncia a sus vacaciones y a su tiempo privado (necesario para cultivar otras dimensiones propias del hombre) por el crecimiento de la empresa. Quede claro que no estoy en contra de la responsabilidad laboral ni de esforzarnos por no ser mediocres ni pusilánimes. Y que entiendo, como mujer que trabaja, que hay momentos en los que el trabajo requiere una dedicación superior que es necesaria para el desarrollo profesional. Pero todo esto no debe anteponerse nunca a lo fundamental. También me gustaría aclarar que no hago aquí referencia a las personas que ponen en riesgo su salud o su propia vida por ayudar a los demás, por un ideal mayor y trascendente.
Está claro que para cuidar a los demás es necesario estar bien. Y que cuidar adquiere un sentido amplio que incluye la salud y las necesidades básicas, el bienestar psicológico y el cuidado espiritual e incluso todo lo relacionado con el acompañamiento y el “estar”. Hablando de esto me imagino a un padre cuidando a su hijo enfermo, y a una hija asistiendo a su padre anciano. También a la madre que vela por apoyar la débil fe de su hijo y a los novios que se cuidan en sus manifestaciones de afecto. Como ven: un panorama amplio y variado, todo ellos formas admirables de cuidar.
Y llegamos al quid de la cuestión , que sería el cuidarse. Cuidarse en lo físico y también en lo espiritual. Cuidar el aspecto externo, que es nuestra forma de presentarnos al mundo, sin obsesiones estúpidas; cuidar la salud en todas sus dimensiones, también las relativas a los excesos y los vicios no controlados, prevenir riesgos cuando sea necesario. Cuidar la vida interior, fomentando y procurando las virtudes. Todas estas son formas de cuidarse, que distan mucho de la autocomplacencia del yo tan defendida en nuestros días. Y para esto, para cuidarse, hay que dedicarse tiempo, vivir la humildad y reconocer las propias limitaciones humanas, muchas veces impuestas por la enfermedad o la debilidad física. Aceptar los consejos de las personas que están a nuestro alrededor y nos quieren y de los profesionales que pueden atendernos en un momento determinado, y rezar, confiando en Dios en todo momento y pidiendo luz para discernir en momentos de decisión. Todo esto es necesario para cuidarse adecuadamente. En este punto es cuando descubrimos que somos así más capaces de cuidar, de atender al que está cerca, de asistir, de acompañar. Cuando nuestro cuerpo y nuestro espíritu gozan de “buena salud”, somos capaces de más. Me lo decía mi hermano que estos días está en Tanzania colaborando con las hermanas de la madre Teresa de Calcuta: “es impresionante - me confesaba emocionado- cómo trabajan y con qué alegría, aquí a nadie le falta nada. Pero más impresionante es cómo viven: antes de empezar la jornada rezan durante más de una hora y celebran la Eucaristía, como primera tarea fundamental, y cuidan –sin grandes lujos- el alimento y el descanso. Saben que sólo así son capaces de servir”. Y nadie duda de la capacidad de amar de estas religiosas.
Cuidar a los demás es una forma especial y concreta de amar, y por eso mismo, cuando nos cuidamos nosotros mismos con este fin, también –aunque de forma indirecta-estamos amando a los demás. Sólo así el tiempo dedicado a nosotros mismo beneficia a los demás, sólo así evitamos el egoísmo y el egocentrismo. Nos cuidamos porque estamos llamados a amar mejor. Somos más capaces de cuidar y de amar.
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